Recuerdo un día mustio y sombrío. Los árboles frondosos se sucedían sin cesar. Sobre ellos, la lluvia. Algunas gotas resbalaban por las frías y empañadas ventanillas de aquel coche maloliente y descuidado. El humo del cigarrillo -que emanaba de la boca del conductor- se acumulaba dentro del vehículo. Yo tenía ocho años. Intenté abrir la puerta varias veces, pero no hubo manera. Grité y golpeé los asientos. A mi lado, una mujer me agarraba y me pedía que me tranquilizara. Me aseguraba que todo iba a salir bien, que me iban a encontrar una familia mejor. Pero yo no quería una familia mejor. Yo quería a mi madre. Descansé la cabeza en la ventanilla, cerré los ojos y me rendí al cansancio. La carretera seguía avanzando, hasta borrar todo aquello que yo conocía. La avenida 56. El Motel San Fernando. Las revistas anticuadas de la recepción que yo pintarrajeaba. Las luces intermitentes de los pasillos. La habitación 21 y su particular olor. El ruido del ventilador las noches tórridas. La vieja televisión. El canal treinta y siete de dibujos y el ochenta y dos de cine clásico. Las cenas en la cama. La piscina para nosotras dos solas las noches livianas del estío. Los otros niños que también vivían allí. Y los que pasaban solo un par de días. Mi amiga Luna. Los amigos de mi madre. La señora Cunegunda, que a veces me cuidaba. Y sus cenas generosas e interminables. Los gritos del propietario del Motel a mi madre a fin de mes. El buongiorno del señor Luca. Y su perro cojo que siempre me seguía. Mi cactus. La planta de María y sus cogollos. Las duchas de agua fría. Los discos de The Cure. Mis libros de texto de segunda mano. El invierno sin calefacción. La manta ambarina en la que siempre me envolvía. Nuestros largos abrazos. La foto desgastada de mi abuelo. Las pastillas de colores de mi madre. Sus días sin palabras. Sus cambios de humor. Los paseos en otoño cogidas de la mano. Nuestros días enteros dentro de la cama. Y nuestras noches sin dormir. Nuestras promesas. Y nuestro roto e interrumpido adiós.
Hoy, que hace ya diez años de aquella amarga tarde de febrero, he vuelto al Motel. En la entrada he reconocido al señor Luca y a su perro. Y ellos me han reconocido a mí. Él ha sido quien, con dificultad, me ha explicado lo que llevaba temiendo todos estos años, que mi madre ya no estaba aquí, ni en ninguna parte. Bajando la mirada me ha revelado que se suicidó una semana después de que yo me fuera. Y que dejó una nota en la que decía que aquella habitación era demasiado pequeña para tanto dolor.
Alquilo la habitación 21. Y al entrar lo veo todo tan cambiado, tan distinto, que me recojo en una esquina y me permito llorar. Todo lo que no me he atrevido a llorar durante este tiempo. Y cierro los ojos y vuelvo a tener ocho años. Y siento como me agarran fuerte varias manos y me arrancan sin delicadeza de los brazos de mi madre. Y me meten en un coche que se aleja, para siempre.
Hoy, que hace ya diez años de aquella amarga tarde de febrero, he vuelto al Motel. En la entrada he reconocido al señor Luca y a su perro. Y ellos me han reconocido a mí. Él ha sido quien, con dificultad, me ha explicado lo que llevaba temiendo todos estos años, que mi madre ya no estaba aquí, ni en ninguna parte. Bajando la mirada me ha revelado que se suicidó una semana después de que yo me fuera. Y que dejó una nota en la que decía que aquella habitación era demasiado pequeña para tanto dolor.
Alquilo la habitación 21. Y al entrar lo veo todo tan cambiado, tan distinto, que me recojo en una esquina y me permito llorar. Todo lo que no me he atrevido a llorar durante este tiempo. Y cierro los ojos y vuelvo a tener ocho años. Y siento como me agarran fuerte varias manos y me arrancan sin delicadeza de los brazos de mi madre. Y me meten en un coche que se aleja, para siempre.