Lo único que conservo de mi infancia en Roseau, Minnesota son mis enormes ojeras. Mi padre me despertaba cada mañana a las cuatro, nos subíamos a su pick-up roja y cruzábamos la frontera hacia Canadá, en dirección a la granja de William Tkachuk en Menisino. Allí cargábamos en la Chevrolet decenas de botellas de leche y regresábamos a Minnesota para repartirlas. Mi padre se conocía la ruta de memoria. Una vez incluso logró recorrerla con los ojos cerrados. Hoy me he estado observando en el espejo y me he acordado de todo esto. Ahora vivo en Arizona y mi infancia queda ya muy lejos. Luego he llamado a mi madre, para saber cómo estaba. Mi padre hace ya tiempo que falleció. Se estampó con la Chevrolet. Quizá aquel día también conducía con los ojos cerrados. Más tarde, en el bar, un desconocido me ha preguntado que a qué me dedicaba. Yo le he respondido que a repartir leche, cosa que no he vuelto a hacer desde que dejé Minnesota. Se ha reído. Sus ojeras eran enormes, más grandes que las mías. Hemos pasado el rato bebiendo y charlando. Quería preguntarle por sus ojeras, pero al final no me he atrevido.