Cuando tenía nueve años, solía quedarme con mi abuela las noches de los sábados, para que mis padres salieran a pasarlo bien. Ella siempre me cocinaba cosas ricas, pero hubo una noche que me plantó delante de las narices un enorme plato de acelgas.
—No lo quiero —le dije.
—¿Estás seguro de que no lo quieres? —me preguntó desafiante.
—Sí, segurísimo.
Entonces mi abuela me miró a los ojos durante un buen rato. Yo no entendí aquella mirada, pero se la mantuve. Al cabo de poco, ella cogió el plato y se lo llevó a la cocina. Luego volvió con un plato de lomo y patatas fritas, y la noche sucedió como las otras. Vimos una película, nos lavamos los dientes, nos acostamos y dormimos plácidamente hasta la mañana siguiente.
Aquel extraño suceso no volvió a repetirse. Mi abuela nunca lo mencionó. Y aquel secretismo, aquel hacer ver que nunca había pasado, provocó que yo sí pensara reiteradamente en ello, llegando al punto de desear, sin saber muy bien por qué, que aquella extraña escena se repitiera, para poder decirle a mi abuela que sí que quería comerme el plato de acelgas. Pero no volvió a suceder, y a los dos años, cuando yo ya tenía once, mi abuela falleció. Mis padres me obligaron a despedirme de ella durante el velatorio, ante el féretro abierto. Observé a mi abuela durante un buen rato, en silencio, sin saber muy bien qué esperaban mis padres de mí. Notaba las manos de mi padre sobre mis hombros. Me giré para mirarlo. Contenía las lágrimas.
—Despídete de la abuela —me dijo mi madre al oído.
Me acerqué un poco más a la difunta y traté de encontrar las palabras que mis padres esperaban que pronunciara. Después de mucho deliberar, lo único que alcancé a susurrar fue lo siguiente:
—Debería haberme comido el plato de acelgas.
Le di un beso en la frente y me di la vuelta. Mis padres me miraron emocionados, suponiendo que le habría dedicado un último «te quiero».
A partir de aquel día, el plato de acelgas se convirtió en una obsesión para mí, hasta el punto de que todas las cosas que no salían como yo esperaba, las interpretaba como una consecuencia directa de haber rechazado aquel plato de acelgas. Mi primera novia me dejó y yo culpé al plato de acelgas. Mi segunda novia me dejó y yo volví a culpar al plato de acelgas. Sacaba un cuatro en un examen y ya estaba maldiciendo al inofensivo vegetal. Perdiera mi equipo, me quedara sin papel de váter o se pusiera a llover cuando no llevaba paraguas, todo me remitía a aquel imborrable acontecimiento. Porque antes de aquella noche, la vida siempre me había parecido agradable y ligera, y después de esta, ya no volvió nunca a sentirse igual. Pero no solo culpaba al plato de acelgas de las cosas que me sucedían a mí, sino también de lo que sucedía a mi alrededor. Recuerdo, por ejemplo, el fatídico día del 11-S. Yo tenía trece años, y lo único en lo que pude pensar durante las siguientes semanas fue que aquello había sucedido por mi culpa, que el mundo era un lugar terrible debido a mi repugnancia hacia las acelgas.
Hubo un tiempo durante el cual me puse a comer acelgas como un loco. Las odiaba, pero eso no importaba, debía revertir todo el mal provocado. Pero no funcionó, el mundo siguió comportándose como un absoluto disparate. Así que busqué otras alternativas para superar mi zozobra. Al final me aficioné a la historia, porque a través de esta descubría otros acontecimientos que habían sucedido A. del P.d.A (Antes del plato de acelgas) y que eran igual de terribles, por lo que suponía que no eran culpa mía, y así me tranquilizaba y podía seguir con mi vida. Pero en las noticias siempre estaban hablando de guerras, accidentes y catástrofes. Y en casa mi padre se quedó en paro y en el barrio un niño se estampó con la bicicleta. Todo era culpa mía. ¿Por qué no me avisó la abuela? ¿Por qué no me obligó a comerme el maldito plato de acelgas? Me hizo creer que el mundo funcionaría tal y como yo quisiera, que podría decidir. Menudo engaño. Con el tiempo comprendí aquella larga mirada que me echó. Ella sabía todo lo que vendría después de aquella noche. Cuánto sufriría. Y no me quiso advertir de mi futura desdicha. Ah, la vida, podía llegar a ser insoportable.
Un día, el director de mi colegio invitó a un físico para que nos diera una charla. Y entre teorías y disparates, nos introdujo en el extraordinario mundo de los viajes en el tiempo y los mundos paralelos. Descubrir aquellos conceptos sacudió algo dentro de mí. Porque si lograba viajar al pasado, entonces podría forzar a mi yo de nueve años a comerse el plato de acelgas, y entonces mi primera novia no me dejaría (la segunda me da igual, porque todos sabemos que la segunda solo es para intentar olvidar a la primera), ni mi padre se quedaría sin trabajo, ni el tonto de mi vecino se estamparía con la bicicleta, porque todo volvería a estar bien y la vida volvería a ser fantástica tal y como lo era cuando yo tenía ocho años. Pero antes de terminar la clase, el físico nos confesó que viajar en el tiempo era del todo imposible. Al oír sus palabras sentí un odio infinito hacia él, por haberme engañado, por haberme hecho creer que existía la posibilidad de cambiar las cosas. Entonces decidí volcarme en el segundo de los conceptos: Los mundos paralelos. Si aquello era cierto, existía otra versión de mí que sí se había comido el plato de acelgas. A partir de esta revelación, empecé a obsesionarme con esa otra versión de mí, y pasaba los ratos imaginándomelo viviendo una vida perfecta en la que todo le salía bien y nada amenazaba la paz mundial. Lo envidiaba, pero al mismo tiempo también me sentía orgulloso de él. Se merecía todas las cosas buenas que le pasaban, se había comido el plato de acelgas, las cosas como son. Pero más adelante, mientras seguía investigando en Google sobre los mundos paralelos, descubrí que no había un par de mundos paralelos sino que había infinitos. Que todas las posibilidades imaginables habitaban en innumerables universos. Aquello me conmocionó. No pude soportarlo, eran demasiados universos, demasiados platos de acelgas, así que enfermé y me pasé varias semanas en cama. Cuando me recuperé, mis padres me llevaron al psicólogo, a quien expliqué sin ningún pudor todo lo que sentía y todo lo que sufría y cuál era el origen de todos mis males. El psicólogo me escuchó atentamente, asintiendo con la cabeza y anotando cosas en su libreta.
—Así que si me hubiera comido aquel plato de acelgas, usted todavía tendría pelo —sentencié.
El psicólogo se quedó pensando un largo rato. Me inquietó. Su mirada me recordó a la de mi abuela. Al final abrió la boca:
—Quizá le estás dando demasiada importancia a un mísero plato de acelgas, a una simple decisión sin importancia que tomaste hace ya mucho tiempo.
—Joder, doctor. Dime algo que no sepa —le solté.
Entonces me levanté de la silla y salí de la habitación. Y mientras caminaba de camino a casa, decidí que seguiría culpando a aquel repugnante plato de acelgas de todos los males del mundo, y también que aquella noche cenaría una enorme hamburguesa.
—No lo quiero —le dije.
—¿Estás seguro de que no lo quieres? —me preguntó desafiante.
—Sí, segurísimo.
Entonces mi abuela me miró a los ojos durante un buen rato. Yo no entendí aquella mirada, pero se la mantuve. Al cabo de poco, ella cogió el plato y se lo llevó a la cocina. Luego volvió con un plato de lomo y patatas fritas, y la noche sucedió como las otras. Vimos una película, nos lavamos los dientes, nos acostamos y dormimos plácidamente hasta la mañana siguiente.
Aquel extraño suceso no volvió a repetirse. Mi abuela nunca lo mencionó. Y aquel secretismo, aquel hacer ver que nunca había pasado, provocó que yo sí pensara reiteradamente en ello, llegando al punto de desear, sin saber muy bien por qué, que aquella extraña escena se repitiera, para poder decirle a mi abuela que sí que quería comerme el plato de acelgas. Pero no volvió a suceder, y a los dos años, cuando yo ya tenía once, mi abuela falleció. Mis padres me obligaron a despedirme de ella durante el velatorio, ante el féretro abierto. Observé a mi abuela durante un buen rato, en silencio, sin saber muy bien qué esperaban mis padres de mí. Notaba las manos de mi padre sobre mis hombros. Me giré para mirarlo. Contenía las lágrimas.
—Despídete de la abuela —me dijo mi madre al oído.
Me acerqué un poco más a la difunta y traté de encontrar las palabras que mis padres esperaban que pronunciara. Después de mucho deliberar, lo único que alcancé a susurrar fue lo siguiente:
—Debería haberme comido el plato de acelgas.
Le di un beso en la frente y me di la vuelta. Mis padres me miraron emocionados, suponiendo que le habría dedicado un último «te quiero».
A partir de aquel día, el plato de acelgas se convirtió en una obsesión para mí, hasta el punto de que todas las cosas que no salían como yo esperaba, las interpretaba como una consecuencia directa de haber rechazado aquel plato de acelgas. Mi primera novia me dejó y yo culpé al plato de acelgas. Mi segunda novia me dejó y yo volví a culpar al plato de acelgas. Sacaba un cuatro en un examen y ya estaba maldiciendo al inofensivo vegetal. Perdiera mi equipo, me quedara sin papel de váter o se pusiera a llover cuando no llevaba paraguas, todo me remitía a aquel imborrable acontecimiento. Porque antes de aquella noche, la vida siempre me había parecido agradable y ligera, y después de esta, ya no volvió nunca a sentirse igual. Pero no solo culpaba al plato de acelgas de las cosas que me sucedían a mí, sino también de lo que sucedía a mi alrededor. Recuerdo, por ejemplo, el fatídico día del 11-S. Yo tenía trece años, y lo único en lo que pude pensar durante las siguientes semanas fue que aquello había sucedido por mi culpa, que el mundo era un lugar terrible debido a mi repugnancia hacia las acelgas.
Hubo un tiempo durante el cual me puse a comer acelgas como un loco. Las odiaba, pero eso no importaba, debía revertir todo el mal provocado. Pero no funcionó, el mundo siguió comportándose como un absoluto disparate. Así que busqué otras alternativas para superar mi zozobra. Al final me aficioné a la historia, porque a través de esta descubría otros acontecimientos que habían sucedido A. del P.d.A (Antes del plato de acelgas) y que eran igual de terribles, por lo que suponía que no eran culpa mía, y así me tranquilizaba y podía seguir con mi vida. Pero en las noticias siempre estaban hablando de guerras, accidentes y catástrofes. Y en casa mi padre se quedó en paro y en el barrio un niño se estampó con la bicicleta. Todo era culpa mía. ¿Por qué no me avisó la abuela? ¿Por qué no me obligó a comerme el maldito plato de acelgas? Me hizo creer que el mundo funcionaría tal y como yo quisiera, que podría decidir. Menudo engaño. Con el tiempo comprendí aquella larga mirada que me echó. Ella sabía todo lo que vendría después de aquella noche. Cuánto sufriría. Y no me quiso advertir de mi futura desdicha. Ah, la vida, podía llegar a ser insoportable.
Un día, el director de mi colegio invitó a un físico para que nos diera una charla. Y entre teorías y disparates, nos introdujo en el extraordinario mundo de los viajes en el tiempo y los mundos paralelos. Descubrir aquellos conceptos sacudió algo dentro de mí. Porque si lograba viajar al pasado, entonces podría forzar a mi yo de nueve años a comerse el plato de acelgas, y entonces mi primera novia no me dejaría (la segunda me da igual, porque todos sabemos que la segunda solo es para intentar olvidar a la primera), ni mi padre se quedaría sin trabajo, ni el tonto de mi vecino se estamparía con la bicicleta, porque todo volvería a estar bien y la vida volvería a ser fantástica tal y como lo era cuando yo tenía ocho años. Pero antes de terminar la clase, el físico nos confesó que viajar en el tiempo era del todo imposible. Al oír sus palabras sentí un odio infinito hacia él, por haberme engañado, por haberme hecho creer que existía la posibilidad de cambiar las cosas. Entonces decidí volcarme en el segundo de los conceptos: Los mundos paralelos. Si aquello era cierto, existía otra versión de mí que sí se había comido el plato de acelgas. A partir de esta revelación, empecé a obsesionarme con esa otra versión de mí, y pasaba los ratos imaginándomelo viviendo una vida perfecta en la que todo le salía bien y nada amenazaba la paz mundial. Lo envidiaba, pero al mismo tiempo también me sentía orgulloso de él. Se merecía todas las cosas buenas que le pasaban, se había comido el plato de acelgas, las cosas como son. Pero más adelante, mientras seguía investigando en Google sobre los mundos paralelos, descubrí que no había un par de mundos paralelos sino que había infinitos. Que todas las posibilidades imaginables habitaban en innumerables universos. Aquello me conmocionó. No pude soportarlo, eran demasiados universos, demasiados platos de acelgas, así que enfermé y me pasé varias semanas en cama. Cuando me recuperé, mis padres me llevaron al psicólogo, a quien expliqué sin ningún pudor todo lo que sentía y todo lo que sufría y cuál era el origen de todos mis males. El psicólogo me escuchó atentamente, asintiendo con la cabeza y anotando cosas en su libreta.
—Así que si me hubiera comido aquel plato de acelgas, usted todavía tendría pelo —sentencié.
El psicólogo se quedó pensando un largo rato. Me inquietó. Su mirada me recordó a la de mi abuela. Al final abrió la boca:
—Quizá le estás dando demasiada importancia a un mísero plato de acelgas, a una simple decisión sin importancia que tomaste hace ya mucho tiempo.
—Joder, doctor. Dime algo que no sepa —le solté.
Entonces me levanté de la silla y salí de la habitación. Y mientras caminaba de camino a casa, decidí que seguiría culpando a aquel repugnante plato de acelgas de todos los males del mundo, y también que aquella noche cenaría una enorme hamburguesa.