RAUL.SANCHEZ.MIRAS@GMAIL.COM INSTAGRAM: RAULDENEBRASKA BARCELONA
SEBASTIÀ, CIUDAD ABIERTA (2017)
1r Premio (categoría menores de 30) en el 3r concurso de relatos cortos “Ploma 4 Gats”.
En un pequeño restaurante, justo al lado del ventanal, está sentado un hombre. Observa los transeúntes, al mismo tiempo que intenta descifrar por qué se encuentra allí, esperando. En los cines de al otro lado de la calle reponen Cinema Paradiso, pero él no recuerda esa película. En la barra advierte a una mujer sosteniendo un libro, La plaça del diamant. Al leer el título —uno del que no había oído a hablar jamás—, siente que si lo hubiera leído, hoy sería uno de sus favoritos. Y eso le inquieta. Por un instante se plantea irse, pero entonces un vacío se apodera de él. No recuerda dónde vive. Sus manos empiezan a temblar, pero no le da tiempo a hundirse en su desconcierto. Algo se apoya en su hombro. Gira la cabeza y ve a la mujer que hasta hace unos segundos sostenía en sus manos las palabras de Rodoreda. Ella se sienta delante de él. ¿Me recuerdas, Sebastià? Justo cuando la mujer pronuncia la última sílaba, Sebastià experimenta algún tipo de embrujo, o eso cree él. Y mientras en su cerebro se repite una y otra vez la misma pregunta, Sebastià se acerca a Lola a la salida de clase, con tan solo 17 años, y se ofrece a ayudarla con francés. La lleva a cenar a un restaurante en el que el menú cuesta menos de 70 pesetas y en el que ella prueba por primera vez la crema catalana. Deambulan de noche por el paseo de San Juan y él se atreve a adentrar su mano en la falda de ella. Le entrega su virginidad, de forma atropellada, en un indecente hostal de las Ramblas. La coge en brazos y la sumerge lentamente en el mediterráneo. La lleva al cine a ver Cinema Paradiso, y ambos lloran mientras se suceden todos los besos censurados. Roza sus pies con los de ella, mientras yacen estirados y adormecidos en el colchón que comparten en un minúsculo piso del Ensanche. Agarra bien fuerte la mano de Lola durante el entierro del padre de ella. Se mudan a un apartamento más grande y abandonan en el del Ensanche algunos de sus miedos y algunas de sus fantasías, y el colchón y otras cosas que ya no necesitan. Pisan las calles de París. Y las de Beirut. Y dejan de visitar lugares tan lejanos cuando nace Mercè. Van al parque de la Ciutadella y Lola coge a la niña en brazos mientras él las fotografía al lado del Mamut. Y ve a su hija escurrirse de los brazos de Lola y golpearse la cabeza contra el suelo, y convertirse en un cuerpo arenoso y escarlata, y morir, sin ser consciente de lo que significa morir. Sebastià se mete en la bañera y se corta las venas, y siente como la sangre abandona su cuerpo y se ahoga en el agua. Se despierta en el hospital y lo primero que ve son los ojos de Mercè en la mirada de Lola. Escucha como el médico le explica que existe un prototipo de máquina que es capaz de eliminar ciertos recuerdos. Y Sebastià grita que sí, que quiere probarlo. ¿Me recuerdas, Sebastià? Él no contesta. Ella no consigue evitar llorar y, con un hilo de voz, le pregunta ¿Quieres venir conmigo? Y Sebastià alarga su mano izquierda y coge la de ella. Y ambos salen del local.
AQUELLA INEXORABLE CARRETERA (2018)
Finalista (categoría menores de 30) en el 4º concurso de relatos cortos “Ploma 4 Gats”. / Publicado en la revista Papenfuss.
Recuerdo un día mustio y sombrío. Los árboles frondosos se sucedían sin cesar. Sobre ellos, la lluvia. Algunas gotas resbalaban por las frías y empañadas ventanillas de aquel coche maloliente y descuidado. El humo del cigarrillo -que emanaba de la boca del conductor- se acumulaba dentro del vehículo. Yo tenía ocho años. Intenté abrir la puerta varias veces, pero no hubo manera. Grité y golpeé los asientos. A mi lado, una mujer me agarraba y me pedía que me tranquilizara. Me aseguraba que todo iba a salir bien, que me iban a encontrar una familia mejor. Pero yo no quería una familia mejor. Yo quería a mi madre. Descansé la cabeza en la ventanilla, cerré los ojos y me rendí al cansancio. La carretera seguía avanzando, hasta borrar todo aquello que yo conocía. La avenida 56. El Motel San Fernando. Las revistas anticuadas de la recepción que yo pintarrajeaba. Las luces intermitentes de los pasillos. La habitación 21 y su particular olor. El ruido del ventilador las noches tórridas. La vieja televisión. El canal treinta y siete de dibujos y el ochenta y dos de cine clásico. Las cenas en la cama. La piscina para nosotras dos solas las noches livianas del estío. Los otros niños que también vivían allí. Y los que pasaban solo un par de días. Mi amiga Luna. Los amigos de mi madre. La señora Cunegunda, que a veces me cuidaba. Y sus cenas generosas e interminables. Los gritos del propietario del Motel a mi madre a fin de mes. El buongiorno del señor Luca. Y su perro cojo que siempre me seguía. Mi cactus. La planta de María y sus cogollos. Las duchas de agua fría. Los discos de The Cure. Mis libros de texto de segunda mano. El invierno sin calefacción. La manta ambarina en la que siempre me envolvía. Nuestros largos abrazos. La foto desgastada de mi abuelo. Las pastillas de colores de mi madre. Sus días sin palabras. Sus cambios de humor. Los paseos en otoño cogidas de la mano. Nuestros días enteros dentro de la cama. Y nuestras noches sin dormir. Nuestras promesas. Y nuestro roto e interrumpido adiós. Hoy, que hace ya diez años de aquella amarga tarde de febrero, he vuelto al Motel. En la entrada he reconocido al señor Luca y a su perro. Y ellos me han reconocido a mí. Él ha sido quien, con dificultad, me ha explicado lo que llevaba temiendo todos estos años, que mi madre ya no estaba aquí, ni en ninguna parte. Bajando la mirada me ha revelado que se suicidó una semana después de que yo me fuera. Y que dejó una nota en la que decía que aquella habitación era demasiado pequeña para tanto dolor.
Alquilo la habitación 21. Y al entrar lo veo todo tan cambiado, tan distinto, que me recojo en una esquina y me permito llorar. Todo lo que no me he atrevido a llorar durante este tiempo. Y cierro los ojos y vuelvo a tener ocho años. Y siento como me agarran fuerte varias manos y me arrancan sin delicadeza de los brazos de mi madre. Y me meten en un coche que se aleja, para siempre.
LEJOS YA DE MINNESOTA (2020)
Seleccionado por Blackie Books para su antología “Relatos Confinados”.
Lo único que conservo de mi infancia en Roseau, Minnesota son mis enormes ojeras. Mi padre me despertaba cada mañana a las cuatro, nos subíamos a su pick-up roja y cruzábamos la frontera hacia Canadá, en dirección a la granja de William Tkachuk en Menisino. Allí cargábamos en la Chevrolet decenas de botellas de leche y regresábamos a Minnesota para repartirlas. Mi padre se conocía la ruta de memoria. Una vez incluso logró recorrerla con los ojos cerrados. Hoy me he estado observando en el espejo y me he acordado de todo esto. Ahora vivo en Arizona y mi infancia queda ya muy lejos. Luego he llamado a mi madre, para saber cómo estaba. Mi padre hace ya tiempo que falleció. Se estampó con la Chevrolet. Quizá aquel día también conducía con los ojos cerrados. Más tarde, en el bar, un desconocido me ha preguntado que a qué me dedicaba. Yo le he respondido que a repartir leche, cosa que no he vuelto a hacer desde que dejé Minnesota. Se ha reído. Sus ojeras eran enormes, más grandes que las mías. Hemos pasado el rato bebiendo y charlando. Quería preguntarle por sus ojeras, pero al final no me he atrevido.
EL PLATO DE ACELGAS (2022)
2º Premio en el 2º concurso de relatos cortos “Con mucha gula”.
Cuando tenía nueve años, solía quedarme con mi abuela las noches de los sábados, para que mis padres salieran a pasarlo bien. Ella siempre me cocinaba cosas ricas, pero hubo una noche que me plantó delante de las narices un enorme plato de acelgas. —No lo quiero —le dije. —¿Estás seguro de que no lo quieres? —me preguntó desafiante. —Sí, segurísimo. Entonces mi abuela me miró a los ojos durante un buen rato. Yo no entendí aquella mirada, pero se la mantuve. Al cabo de poco, ella cogió el plato y se lo llevó a la cocina. Luego volvió con un plato de lomo y patatas fritas, y la noche sucedió como las otras. Vimos una película, nos lavamos los dientes, nos acostamos y dormimos plácidamente hasta la mañana siguiente. Aquel extraño suceso no volvió a repetirse. Mi abuela nunca lo mencionó. Y aquel secretismo, aquel hacer ver que nunca había pasado, provocó que yo sí pensara reiteradamente en ello, llegando al punto de desear, sin saber muy bien por qué, que aquella extraña escena se repitiera, para poder decirle a mi abuela que sí que quería comerme el plato de acelgas. Pero no volvió a suceder, y a los dos años, cuando yo ya tenía once, mi abuela falleció. Mis padres me obligaron a despedirme de ella durante el velatorio, ante el féretro abierto. Observé a mi abuela durante un buen rato, en silencio, sin saber muy bien qué esperaban mis padres de mí. Notaba las manos de mi padre sobre mis hombros. Me giré para mirarlo. Contenía las lágrimas. —Despídete de la abuela —me dijo mi madre al oído. Me acerqué un poco más a la difunta y traté de encontrar las palabras que mis padres esperaban que pronunciara. Después de mucho deliberar, lo único que alcancé a susurrar fue lo siguiente: —Debería haberme comido el plato de acelgas. Le di un beso en la frente y me di la vuelta. Mis padres me miraron emocionados, suponiendo que le habría dedicado un último «te quiero». A partir de aquel día, el plato de acelgas se convirtió en una obsesión para mí, hasta el punto de que todas las cosas que no salían como yo esperaba, las interpretaba como una consecuencia directa de haber rechazado aquel plato de acelgas. Mi primera novia me dejó y yo culpé al plato de acelgas. Mi segunda novia me dejó y yo volví a culpar al plato de acelgas. Sacaba un cuatro en un examen y ya estaba maldiciendo al inofensivo vegetal. Perdiera mi equipo, me quedara sin papel de váter o se pusiera a llover cuando no llevaba paraguas, todo me remitía a aquel imborrable acontecimiento. Porque antes de aquella noche, la vida siempre me había parecido agradable y ligera, y después de esta, ya no volvió nunca a sentirse igual. Pero no solo culpaba al plato de acelgas de las cosas que me sucedían a mí, sino también de lo que sucedía a mi alrededor. Recuerdo, por ejemplo, el fatídico día del 11-S. Yo tenía trece años, y lo único en lo que pude pensar durante las siguientes semanas fue que aquello había sucedido por mi culpa, que el mundo era un lugar terrible debido a mi repugnancia hacia las acelgas. Hubo un tiempo durante el cual me puse a comer acelgas como un loco. Las odiaba, pero eso no importaba, debía revertir todo el mal provocado. Pero no funcionó, el mundo siguió comportándose como un absoluto disparate. Así que busqué otras alternativas para superar mi zozobra. Al final me aficioné a la historia, porque a través de esta descubría otros acontecimientos que habían sucedido A. del P.d.A (Antes del plato de acelgas) y que eran igual de terribles, por lo que suponía que no eran culpa mía, y así me tranquilizaba y podía seguir con mi vida. Pero en las noticias siempre estaban hablando de guerras, accidentes y catástrofes. Y en casa mi padre se quedó en paro y en el barrio un niño se estampó con la bicicleta. Todo era culpa mía. ¿Por qué no me avisó la abuela? ¿Por qué no me obligó a comerme el maldito plato de acelgas? Me hizo creer que el mundo funcionaría tal y como yo quisiera, que podría decidir. Menudo engaño. Con el tiempo comprendí aquella larga mirada que me echó. Ella sabía todo lo que vendría después de aquella noche. Cuánto sufriría. Y no me quiso advertir de mi futura desdicha. Ah, la vida, podía llegar a ser insoportable. Un día, el director de mi colegio invitó a un físico para que nos diera una charla. Y entre teorías y disparates, nos introdujo en el extraordinario mundo de los viajes en el tiempo y los mundos paralelos. Descubrir aquellos conceptos sacudió algo dentro de mí. Porque si lograba viajar al pasado, entonces podría forzar a mi yo de nueve años a comerse el plato de acelgas, y entonces mi primera novia no me dejaría (la segunda me da igual, porque todos sabemos que la segunda solo es para intentar olvidar a la primera), ni mi padre se quedaría sin trabajo, ni el tonto de mi vecino se estamparía con la bicicleta, porque todo volvería a estar bien y la vida volvería a ser fantástica tal y como lo era cuando yo tenía ocho años. Pero antes de terminar la clase, el físico nos confesó que viajar en el tiempo era del todo imposible. Al oír sus palabras sentí un odio infinito hacia él, por haberme engañado, por haberme hecho creer que existía la posibilidad de cambiar las cosas. Entonces decidí volcarme en el segundo de los conceptos: Los mundos paralelos. Si aquello era cierto, existía otra versión de mí que sí se había comido el plato de acelgas. A partir de esta revelación, empecé a obsesionarme con esa otra versión de mí, y pasaba los ratos imaginándomelo viviendo una vida perfecta en la que todo le salía bien y nada amenazaba la paz mundial. Lo envidiaba, pero al mismo tiempo también me sentía orgulloso de él. Se merecía todas las cosas buenas que le pasaban, se había comido el plato de acelgas, las cosas como son. Pero más adelante, mientras seguía investigando en Google sobre los mundos paralelos, descubrí que no había un par de mundos paralelos sino que había infinitos. Que todas las posibilidades imaginables habitaban en innumerables universos. Aquello me conmocionó. No pude soportarlo, eran demasiados universos, demasiados platos de acelgas, así que enfermé y me pasé varias semanas en cama. Cuando me recuperé, mis padres me llevaron al psicólogo, a quien expliqué sin ningún pudor todo lo que sentía y todo lo que sufría y cuál era el origen de todos mis males. El psicólogo me escuchó atentamente, asintiendo con la cabeza y anotando cosas en su libreta. —Así que si me hubiera comido aquel plato de acelgas, usted todavía tendría pelo —sentencié. El psicólogo se quedó pensando un largo rato. Me inquietó. Su mirada me recordó a la de mi abuela. Al final abrió la boca: —Quizá le estás dando demasiada importancia a un mísero plato de acelgas, a una simple decisión sin importancia que tomaste hace ya mucho tiempo. —Joder, doctor. Dime algo que no sepa —le solté. Entonces me levanté de la silla y salí de la habitación. Y mientras caminaba de camino a casa, decidí que seguiría culpando a aquel repugnante plato de acelgas de todos los males del mundo, y también que aquella noche cenaría una enorme hamburguesa.